jueves, 27 de enero de 2011

A cada metro


1939, La Bisbal d’Empordà, escena camino del exilio
(fragmento de la novela En el cielo crecen Rosas)

El camino arenoso de blanca y reseca arcilla, y el campo, guijarros y terrones y surcos. Exhausto y solo, con apenas doce años recién cumplidos, José, de pie frente a la vasta tierra encogida por un invierno crudo, sesgada por largas estrías y ajada en sus entrañas por el uso y el tiempo. Bruma a lo lejos, visos de sequía y desolación.
Desfallece su aliento, gotas de sudor sobre la frente, sobre las sienes, sobre el cuello atenazado, rígido, bajo las ropas hechas al roce, bajo su propio pellejo. El sol en lo alto, sobre su cabeza de niño, también sobre todas las cosas y también sobre el firmamento de su hambruna, abrasador, cruelmente abrasador, y déspota.
Tres años de guerra se acumulan en sus cuencas vencidas. La mirada perdida sin vida ni esperanza casi, al borde del camino, del campo y de la vida, su vida y la de los suyos, tan solos, tan cansados, tan famélicos y atormentados. Los ojos escocidos, rojos de sal y de ira, entumecidos de polvo, insensibles ya al horror; a veces voluntariamente ciegos; a veces distantes en la cercanía, cobijados en algún punto lejano; a veces indescriptibles y añorados.
Débil, las rodillas sobre los guijarros y los terrones cenicientos, sin fuerzas. El dolor burlado, el alma incendiada de interrogantes, las manos hundidas bajo la tierra hastiada de sed en busca de alguna materia comestible, con suerte, alguna patata de siembra para alcanzar a sobrevivir unas horas más. ¿Y los suyos? José lamenta su suerte, su suerte incierta, su suerte maldita, su muerte, su muerte como la de quienes conoció, la de quienes conoce, la de quienes conocerá.
Y la tierra abraza sus manos y las entumece y las consume. Sus manos, callosas y gastadas; sus manos, impotentes y serviles; sus manos, expectantes y afanosas, buscando gajos de patata, gajos de siembra, gajos de vida, gajos y lágrimas, lágrimas de un agua que no tiene, que necesita, hincados los huesos sobre la tierra, hundidas una y otra vez las manos, en busca y rebusca de gajos en una tierra seca, de una vida parca, de una muerte cierta, de una muerte amiga. Sus manos, como gusanos horadando la tierra, como lombrices arrugadas y resecas, moribundas, reptan y palpan, incansables, ávidas por descubrir algo que comer.
De rodillas, arrastrado y vencido y sumiso, con el hambre sembrado en su boca, con el frío marzo esculpido sobre su piel, con el vientre vacío anhelando un mísero gajo... mejor dos... mejor tres... A rastras como un perro furtivo ladrón de sembrados; y al fin un gajo, un fragmento de patata de siembra sucio y cubierto de brotes de color blanco y rosado. El estómago revuelto, los labios resecos y la boca prieta, los dientes juntados con fuerza y enfrentados por remordimiento, por mala conciencia ¿y los suyos? Los ojos caídos, la mirada ausente, la memoria hacinada de recuerdos inútiles.
Así, José, así, a cada metro, sí. A cada metro un gajo, como en nuestra tierra, José, como en Caspe; a cada metro un gajo, así, entre los surcos, dos... tres... así. La blusa abombada de tubérculos. A cada metro. Para los suyos. A cada metro. Ni siquiera uno en su boca cerrada. Son para madre, para sus hermanos. Lágrimas y sudor y frío y retorcijones como un castigo y sabañones como un suplicio y tal vez esta noche no morirán, y tal vez morirán mañana.

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