domingo, 30 de enero de 2011

La herencia



Don Marcial de Vitoria, notario, posó la mirada sobre los presentes. Era una de aquellas ocasiones en que la lectura de un testamento se convertía en un espectáculo de matices sorprendentes y eso le hacía sentir un hormigueo en su interior. Sus manos enguantadas despegaron con parsimonia el sobre lacrado.
—Damas y caballeros, paso a dar lectura de las últimas voluntades de vuestro padre, marido y ex-marido, respectivamente.
Como si se tratara del estreno de una esperada superproducción cinematográfica, los familiares del difunto, reunidos en grupos separados a ambos lados de una mesa ovalada de cristal, guardaron un silencio sepulcral. Francesca Mutti había sido la primera esposa de Nemesio Cascajares y, en su fuero interno, todavía se sentía estafada por una relación que la había dejado atada a sus tres hijos: Ennio, Eros y Antonino; afortunadamente para su reciente vida social, ya mayores de edad. En cambio, la segunda esposa, Angelines Uribe, había coronado de cuernos al difunto durante los últimos años de su vida; se trataba de una cuarentona fogosa y desprendida, que aprovechara fríamente sus recursos sensuales para someter sexualmente a Nemesio y conseguir que éste comiera en sus manos y la mantuviera a ella y a sus hijos, Lourdes y Javier, nacidos fruto de la pasión por el capital de su marido; de hecho, Angelines estaba convencida de que la muerte le había sobrevenido por no superar el ímpetu de su último polvo.
—... Siendo la causa el fallecimiento fortuito, a todos los efectos, declaro abierta la plica testamentaria en cuanto a las voluntades póstumas.
—E cosa dice? —preguntó Francesca a Ennio, su primogénito.
—Cito textualmente —De Vitoria proseguía con pausa el protocolo—. “Yo, Nemesio Cascajares Acebes, deseo repartir mis bienes de la siguiente forma…”.
Un rictus de ansiedad recorrió el rostro de todos los herederos. Los unos porque se sentían legitimados por los últimos años de convivencia, los otros porque confiaban en la conciencia de su padre para remendar un temprano abandono. Sin embargo, una atmósfera de rivalidad latía entre las dos mujeres, quienes no se quitaban el ojo de encima y se criticaban cualquier detalle del aspecto o la indumentaria. “Porca prostituta”, murmuró Francesca, convencida de las múltiples operaciones estéticas que sostenían terso el pellejo y los labios de su rival. “Beata engreída. No me extraña que te dejara, con esa pinta de maruja adicta a la aspirina”, gruñó Angelines.
De otro lado estaban los descendientes: Ennio, ansioso por morder un bocado de la herencia; Eros, aliviado por no haber confesado a su padre en vida la homosexualidad que lo consumía; Antonino, quien, aturdido por la testosterona, no conseguía despegar la mirada de las curvas adolescentes de su hermanastra Lourdes: “Qué buena está la jodida”, se repetía. Por su parte, Javier estaba ausente, como de costumbre, deleitado en su insaciable voracidad por crear mundos invisibles, ficticios; vastos paisajes donde evadir la realidad de su tetraplejia.
De Vitoria sostenía un folio que, por su aspecto, más parecía haber salido de la trastienda de un museo de historia. Un rictus se filtró a través  de su circunspección, como si una dosis de ironía acompañara sus palabras.
—¿Podría acelerar, abuelo? —soltó Lourdes—. Tengo prisa y me estáis aburriendo mazo.
Las palabras de la joven dejaron helados de estupor a los presentes, a excepción de Francesca.
—La tua figlia è un'incivile!
—¡Al menos no es una golfa como tú!
—Non ti capisco niente, pezzo di sputo!
Vencida a un arrebato de ira, Angelines se abalanzó sobre Francesca dispuesta a marcar con sus afiladas uñas postizas el rostro de aquella pueblerina milanesa. En aquel preciso instante, un trueno resonó en la estancia y una fina lluvia blancuzca se desprendió sobre sus cabezas. La instantánea del fogonazo había captado siete rostros estupefactos con la boca abierta y los párpados encogidos. El notario despegó los labios con un chasquido y fingió una tibia sonrisa.
—Una bala para cada uno, esa es la parte que os lega Nemesio.
Precisó de un segundo revolver para completar la serie; a partir de ahora, siete días a la semana para disfrutar del futuro, para desquitarse de siete veces siete años pasados invirtiendo paciencia, tenacidad y discreción. Por fin, siete millones de euros para reventar con su amante en cualquier lugar del mundo que les viniera en gana.
Con los cuerpos aún humeantes, depositó las armas cada una en la mano de una mujer. Después, extrajo de un cajón de su escritorio un gran sobre y esparció su contenido sobre el cristal para que el falso testamento, donde solo heredaba una de las partes, se empapara de sangre. Antes de desaparecer, se despidió.
—Siete veces gracias.

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