miércoles, 9 de febrero de 2011

Raíces en el fango

Tengo los tallos dolidos
y el tronco un tanto escocido
tanta agua malsana he bebido
aún en tiempo secano de estío

Los pájaros vuelan de paso
ya no duermen ni hacen su nido
muy pronto estaré en el olvido
lo mismo que el pueblo, los campos y el trigo

Las hojas se caen por su peso
las rocas desgranan su piel
el fango se extiende en un manto
ya nada se prende de él

Aciago destino me espera
tan cierto que da escalofrío
¿quién inundó la meseta
si aquí nunca llegó el río?

Mi sombra se alarga al atardecer
y a mis ramas las tiñe el rocío
que calvario morir de este frío
tengo miedo de no amanecer

Benditos los campos de olivos
dondequiera que puedan nacer
que aquí se acaba mi sino
sin aire, no puedo crecer

... lo mismo perecen los hombres
privando, venciendo, explotando
hundidos los pies en el fango
                          sus raíces se ahogan con él

Democresía

Seis mil millones
a mi alrededor
otros tantos deseos
                                  y un hambre atroz

lunes, 7 de febrero de 2011

El loro, la lora, mi vecino y su esposa

A mi vecino se le escapó la lora. Él dice que se la robaron pero yo estoy convencido de que se escapó huyendo del aburrimiento. Dicen que los animales, tarde o temprano, acaban pareciéndose a sus dueños. Compró esa lora hace cinco meses para que le hiciera compañía al loro que vivía con él desde hace años. Quiso buscarle una compañera a su pequeño amigo porque lo veía muy triste y alicaído, melancólico, con ganas de tener una pareja. De modo que ese loro llevaba tanto tiempo con mi vecino que ya era como mi vecino, una persona ensimismada y aburrida, un hombre cuya vida se concentraba exclusivamente en la tienda y en el loro. El loro vivía en la tienda hasta que los de sanidad le dijeron que en una tienda de alimentación no puede haber animales. Desde entonces, la jaula dejó de estar a la vista de los clientes y pasó a ocupar un lugar de la trastienda, junto al televisor, la cocina y la cama de mi vecino. Un día vi un cartel pegado a una farola, hecho de una manera muy rudimentaria, en el que se veía la foto de un loro. En realidad era una lora. Bajo la imagen podía leerse la siguiente frase: “No se ha perdido, la han robado. Responde al nombre de Laura y es muy cariñosa. Quien sepa algo de su paradero que llame al teléfono que aparece más abajo. Se gratificará cualquier información que me ayude a encontrarla”. Cuando fui a la tienda a comprar pan y cervezas, mi vecino, con lágrimas en los ojos, me contó que su Juanito, el loro, estaba deshecho, que echaba tanto de menos a su compañera que no jugaba ni reía ni decía payasadas. Al parecer, los animales también desarrollan sentimientos de pérdida. Me contó cómo jugaba al fútbol con los dos pájaros y cómo éstos se apareaban en la intimidad. Bajo su punto de vista, la lora no tenía ningún motivo para escaparse porque llevaba una vida perfecta. Pero mi vecino es un tipo cuya existencia no sobrepasa las fronteras de la tienda y de sus mascotas. No hace otra cosa que atender la tienda y cuidar a sus mascotas. Él no sabe que es un tipo aburrido porque lleva la vida que quiere llevar, el aburrimiento se demuestra en el hastío de su esposa. Su esposa no sonríe nunca, salvo cuando alguno de mis hijos, que son muy graciosos los dos, entra en la tienda para comprar pan, Coca-Cola, o el periódico. Suele entablar conversaciones muy entretenidas con ellos que luego, cuando soy yo el que va a la tienda, me las cuenta con una expresión de regocijo y diversión. Cuando eran jóvenes, mi vecino y su esposa emigraron a Suiza y vivieron allí durante años. Tuvieron dos hijos tan aburridos y apáticos como su padre. A menudo he oído a mi vecino hablar en alemán o francés con algunos clientes turistas procedentes del país alpino. Sin embargo, a ella nunca. Ella es una mujer silenciosa que hace su trabajo como a distancia, como si estuviera en otra parte. La esposa de mi vecino, igual que la lora de mi vecino, también se escapa a diario. Sus paseos son tan largos y prolongados que no es raro verla aquí y, una o dos horas más tarde, verla a varios kilómetros de aquí. Siempre va sola y silenciosa, su expresión no transmite tranquilidad ni relajación, sólo hastío. Cuando ella y su marido están juntos en la tienda apenas hablan entre ellos, no se pelean ni interfieren en lo que esté haciendo el otro. Es como si el tiempo de cada uno fuera un tiempo propio, como dos tiempos diferentes que hubieran coincidido en el mismo espacio por pura casualidad, o por alguna extraña paradoja relacionada con un pasado común. Muchas veces me he preguntado qué vio ella en él para convertirlo en el hombre de su vida. A lo mejor mi vecino, en su juventud, era un tipo emprendedor y vitalista, a lo mejor sus años en Suiza lo convirtieron en el hombre vacío que es ahora. No lo sé, el caso es que esta mañana calurosa de domingo he visto un nuevo cartel pegado a las farolas. Estaba dando un paseo en bici con mis hijos y vi la foto. Era ella, la esposa de mi vecino. Una mujer de sesenta años que aún conserva parte del atractivo juvenil que alguna vez la hizo deseable. La esposa de mi vecino nunca me habló de su juventud, pero no es difícil adivinar en ella una belleza escondida que no se diluyó con los años sino con las decepciones. Las decepciones son muy peligrosas, pueden convertir una apariencia en una pesadilla. Mi vecino sigue pensando que alguien secuestró a su esposa, igual que sigue pensando que alguien le robó el pájaro, pero yo creo que su esposa prolongó su paseo hasta el punto donde no es posible volver. Te pones a caminar por la orilla de la playa, por ejemplo, hacia el sur, y cuando llega la hora de volver, no vuelves, sino que sigues caminando, como si el simple hecho de caminar y alejarse signifique olvidar todo lo que has sido, como si cada paso que te aleje suponga un nuevo comienzo. Mi vecino, con todo, es una buena persona y no comprende por qué tiene tan mala suerte.
Autor: Antonio Romera
Mojácar. Julio del año 2009. Un día 20.

miércoles, 2 de febrero de 2011

En la oscuridad

02.17.
Un vigilante realizaba una ronda de comprobación en una de las plantas del centro comercial. Todo estaba oscuro. Bajo el foco de su linterna, cientos de destellos salpicaban la penumbra; eran los adornos de los decorados que aparecían y desaparecían a medida que la luz pasaba sobre ellos. Las sombras se movían a su alrededor, llegaban desde todos los rincones, formas que cobraban vida ante él y se extinguían tras su paso. El perfil de las figuras, de los muebles, de todos los objetos, se transformaba, se deslizaba en forma de siluetas que se acercaban, lo rozaban, hasta desaparecer en la nada, engullidas por la oscuridad a la cual pertenecían, formando un todo con ella. De vez en cuando, la luz tropezaba con un elemento de naturaleza cristalina y entonces se derramaba en un arco de colores, o fluía como una materia vaporosa entre los cuerpos inmóviles otorgándoles vida propia, en especial allí, entre los maniquís de piernas largas y cintura estrecha, justo en la planta de moda para señoras. De pronto, algo se movió. La linterna enfocó hacia un punto próximo al pasillo central. El hombre retrocedió. Con rápidos movimientos, alumbraba en ráfagas el espacio que lo rodeaba. Un sonido leve, distante, lo detuvo. El vigilante se llevó una mano hacia la empuñadura del revolver, lo desenfundó, se lo colocó al frente, sobre la otra mano que sujetaba la linterna. El haz de luz se desplazaba de un lado a otro mientras el hombre giraba sobre sí mismo y movía la cabeza con rapidez. Tenía la boca abierta.
—Está nervioso. Fíjese aquí cómo le tiembla el brazo.
Algo captó su atención. Se giró a un lado y apuntó la linterna. Entonces echó a correr, con precipitación, a través de un pasillo secundario, huía. Tropezó, varios muestrarios de ropa cayeron tras él. Ahora, la luz se desplazaba sin rumbo por el techo, entre las perchas alineadas, entre vestidores y escaleras mecánicas, sobre los adornos que brillaban sólo un instante para ensombrecer de nuevo.
El zoom de la cámara amplió un detalle; el pulsador de uno de los ascensores estaba encendido.
—Aquí es donde se cae —señaló Carlos, posando la yema de su dedo índice sobre la pantalla del monitor.
—Entiendo —afirmó el comisario Bruffau—. ¿Esa es toda la grabación?
—Sí. Después, todo queda a oscuras.
Mientras meditaba, Bruffau paseó la mirada sobre el conjunto de botones que controlaba el juego de cámaras y el sistema de seguridad del edificio de El Corte Inglés. Sus ojos se detuvieron de nuevo sobre el monitor que les mostrara la grabación de la pasada noche. Carlos, el responsable de la sala, un joven alopécico entrado en carnes, se apresuró a limpiar la huella que enturbiaba la superficie de cristal.
—Explíqueme de nuevo lo que sucedió después.
—Bien, pues, como ya le dije, quedó reflejado en el sistema que el vigilante no completó la ronda. Ni esa, ni tampoco las siguientes, y... desapareció, ya no vuelve a aparecer en ninguna otra cámara, y todas han grabado sin problema. —Carlos se rascó la barbilla sin afeitar—. Luego, esta mañana, el centro ha abierto con toda normalidad hasta que Luisa, una vendedora de la planta joven, ha dado la voz de alarma.
—Es cuando descubrió el injerto humano en un maniquí.
—Justo. Yo acudí de los primeros y pude verlo con mis propios ojos. Era una mano de hombre cosida al brazo del maniquí. ¡Macabro!
—Es posible que el asesino continúe dentro del edificio —especuló en voz alta el comisario.
—Quien sabe. Aquí, una persona podría sobrevivir una vida entera pasando desapercibida. Hay tantos lugares donde esconderse...
—Tengo un grupo de especialistas a punto para peinar el escenario, planta por planta.
—Hum... No creo que a la directora le haga mucha gracia. Estamos en plena campaña de rebajas.
—Lo sé. Las otras opciones son que sus clientes se paseen con un potencial psicópata asesino acechando o bien, que alguien encuentre otro miembro humano cosido a una figura de plástico. Ciertamente, podría ser un buen incentivo para las ventas y la publicidad de su cadena...—Su rostro entornó un rictus severo—. Ustedes limítense a dejarnos trabajar. Espero conseguir una orden judicial a media tarde. Esta noche, si aún sigue aquí, lo encontraremos.
  Yo no lo tendría tan claro, pensó Carlos.