martes, 26 de abril de 2011

Desierto de Judea, 28 dC.

No sabía reconocer si le dolía más el vacío del estómago, las tripas retorcidas, o los labios resecos y agrietados. La piel del pecho apenas alcanzaba para cubrirle las costillas y hacía días que conseguía juntar los dedos con holgura alrededor de sus muñecas. El hambre y la sed lo zarandeaban entre el desvanecimiento y el delirio, sediento por un sol castigador, entumecido por el frío de la noche inmensa, desabrigada. Vestía una túnica tejida con pelo de camello y unas sandalias hechas con hojas de palmera trenzadas, un atuendo insuficiente para soportar el clima del desierto; de la sofocante insolación al suplicio de gélidas punzadas, tantas como estrellas lucían en el firmamento. Sin embargo, esa era su voluntad; aunque su cuerpo menguara en fuerzas con cada hora que pasaba, pese a no quedarle ni una sola gota de agua para transpirar, ese era el destino que había elegido para limpiar sus impurezas; ayunar y deambular como un espíritu desolado a través de las vastas arenas que contemplaban, valle abajo, a lo lejos, el mar de Galilea. Yacía cuanto podía al abrigo del viento, protegido con un roído manto, aguardando mortecino el transcurso del tiempo, entreteniéndose en recitar pasajes de La Ley, en evocar su pasado, en su ciudad. Ya no recordaba cuanto hacía que marchara de Nazareth, ni el rostro del profeta que lo empujó a abandonar a los suyos con promesas de redención; una fiebre extenuante lo abrasaba para consumirlo en el ansia de alcanzar el perdón de Yahvé, ante su inminente llegada al frente de su pueblo para ejecutar el juicio final. Perdió la cuenta de las horas entre espejismos de espadas que sesgaban el aire sobre su cabeza, sin tocarlo, viendo temeroso como el fuego de Dios pasaba de largo, sin rozarlo, convencido de estar redimiendo sus pecados; primero en el río Jordán, después con el ayuno y la austera soledad. De pronto sintió la sacudida de un violento escalofrío y acto seguido, como el sol dejaba de calentar. Al abrir los ojos lo vio desaparecer y quedó entre tinieblas. Con las pocas fuerzas que le sostenían consiguió postrarse de rodillas ante el milagro, mientras en sus oídos resonaba el eco del eterno rechinar de miles de dientes.
—Dios de Abrahán —nombró temeroso.
Ráfagas de luz irrumpieron en el aire como relámpagos, atravesando su frágil y desvalido cuerpo; fue entonces cuando escuchó la voz en su interior, el verbo hecho pensamiento, la voluntad divina manifestándose a través de su mente; el Creador le estaba hablando. Tan solo duró un soplo de brisa, pero fue suficiente para dejar la impronta de una inmensa revelación. Con un último aliento cayó desvanecido sobre la arena, aún ardiente, en el instante mismo en que el sol se abría paso entre la noche y escuchaba su nombre confundirse con el viento: “Yeixú, Yeixú”.
El rostro de un hombre de tez curtida apareció ante su mirada invadida por el éxtasis
—Yeixú, ha ocurrido algo, debes regresar —hizo un esfuerzo por incorporarlo—. Toma, te he traído agua y dátiles.
—Nathanael, ¿tú también lo has escuchado?
—Escuchar ¿el qué?
—¿Acaso no has visto cómo la noche vencía al día? ¿Acaso no has sentido el aliento de sus palabras? —respiró profundamente para retomar el ánimo y continuó—. La voz de Dios me ha hablado, me ha desvelado la verdad y créeme, no es como los profetas la predican.
—No he visto ni oído nada, Yeixú. Creo que la insolación te ha afectado demasiado y estás al límite de la cordura. Toma, bebe.
Acercó una bota de piel de cabra a sus labios y los humedeció antes de darle de beber.
—Tranquilo, amigo, recupera las fuerzas para no demorar nuestra marcha.
—Sí, debo volver para transmitir un mensaje.
—Yeixú, el Bautista ha sido apresado por Herodes Antipas y ahora no es el mejor momento para predicar su doctrina, más vale que vayamos a Beth Saida y una vez allí ya decidiremos.
—No es su doctrina la que debemos predicar, Nathanael. Dios me ha encomendado una misión. Dame de comer y de beber pues tengo un largo camino ante mí, he de resolver los errores de mi pueblo y extender Su palabra como un manto sobre los hombres.
—Lo que tú digas, pero ahora procura reponerte pronto, deberíamos partir antes de la puesta de sol.
Yeixú lo tomó por el brazo y le habló con tono suplicante.
—Hermano mío, debes reunir a un grupo de fieles que desee seguirme por el camino de la verdad: reúne a Ximón, a Elías, a Cleofás, a todos cuantos estén dispuestos a peregrinar hasta el mismo Jerusalén, proclamando la revelación que Dios me ha concedido.
—¿De verdad has escuchado Su palabra?
—No sólo eso, Nathanael; he conocido cuan equivocados estábamos. No sé si seré capaz de hacerme entender por vosotros, por las gentes...
—Mejor será que guardes las energías para luego. Bebe otro sorbo y come, reposa unos minutos y emprendamos el regreso, tiempo habrá para que nos cuentes lo que te ha ocurrido.
—No esperéis más el Reino de los Cielos, pues está entre nosotros desde el principio, dentro y fuera, y aún no lo veis. Quién lo alcance a conocer será por siempre hijo de la vida.
—Es extraño, justo en el momento de ser apresado, el Bautista proclamó que alguien más fuerte que él estaba a punto de llegar.
—Ayúdame a levantar, buen amigo, no hay tiempo que perder para liberar al pueblo del pecado y encauzarlo en la buena senda.
—Lo que tú digas, Yeixú, yo y mi casa te seguiremos a donde vayas.
Después de que Nathanael lo rescatara de la fiebre del desierto, donde había permanecido durante dos lunas alimentándose de langostas y serpientes, llegaron a orillas del Mar de Galilea. Allí, los discípulos de Juan aguardaban indecisos una señal. Al verlo llegar, dieron muestras de júbilo.
—¡Mirad el milagro, ha resistido el ayuno! —gritaron.
—Está muy débil —anunció Nathanael—. Apenas se sostiene en pie y delira.
—¿Cómo no iba a delirar? —sostuvo Ximón de Betania—, si ha seguido los pasos del profeta.
Yeixú se desprendió del abrazo que le aliviaba el paso y miró a los hombres reunidos. Sus ojos tenían el color de la miel, su cabello y su barba se enzarzaban en una maraña impenetrable, sus labios eran como la tierra reseca, pero su voz se envolvía de un hálito de frescura bajo el ardiente sol de Judea.
—Llevo conmigo el mensaje de la vida. El que quiera escucharlo debe seguir mi senda.
Los hombres se miraron unos a otros; una vez apresado el Bautista, nada podían perder en seguir sus pasos.
Caminaron atravesando el reino de Samaria. Los discípulos de Juan recitaban por las casas fragmentos de La Torá, a cambio de agua y pan de maíz. Al tercer día llegaron al pozo de Elías, en el poblado de Jerash. Estaban llenando sus odres de agua cuando, frente a ellos, un grupo de hombres ataron a una joven a una estaca con la intención de lapidarla. La muchacha pedía misericordia ante la impotente mirada de sus padres. Yeixú se aproximó y alzó la voz por encima del griterío.
—¿Quién de vosotros se encuentra libre de pecado para erigirse en juez de los vivos?
La multitud refrenó su impulso y guardó silencio ante la osada aparición de Yeixú. Un rabino habló.
—Esta mujer ha conocido varón sin estar desposada. Cumplimos La Ley.
—¡Es una sucia ramera! —acusó un hombre vestido como un fariseo.
Yeixú entornó los ojos hacia él, furioso.
—¿Ante la Ley de Dios o ante la ley de los hombres? ¿Es que sois necios? ¿Acaso creéis que la mujer, que es fuente de vida, es impura a los ojos de Dios?
Las palabras causaron un gran alboroto entre los presentes.
—Pero maestro —intervino uno de los discípulos—, es la Ley de Moisés.
—Oíd lo que os digo, si podéis escuchar. Ved con los ojos, si sabéis mirar. Lo que hagáis por el camino, el camino os lo devolverá con creces.
Ajeno al tumulto, Yeixú se arrodilló junto a la joven.
—¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo María de Magdala.
—Yo soy Yeixú, hijo de María. ¿Quieres unirte a nosotros?
La muchacha se aferró a él para salvar la vida. Yeixú se encaró al pueblo.
—Esperáis la llegada del Reino de los Cielos, pero está aquí, entre vosotros, y aún no os habéis dado cuenta. Son los que son como niños quienes heredarán el Reino que cubre los cielos, que es la Tierra. Oíd bien, pueblo de Israel, cualquier ciego podría ver mejor porque sólo veis con los ojos de la ignorancia.

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