miércoles, 20 de abril de 2011

Fragmento de una novela


No podía continuar así. Era consciente de que un día más en aquel estado de excitación resultaría del todo insoportable. Cuando el doctor Carlos Hernández regresó aquella noche a su casa, hastiado de pasillos, salas repletas de folios, abogados, acusaciones y recusaciones, se desvaneció sobre el negro sofá de piel en medio de su amplio y vetusto salón, frente a sí mismo y frente a todos los problemas que se le habían acumulado durante los últimos meses y que ahora, a sus cuarenta y cinco años recién cumplidos, parecía que podían acabar con él, con su carrera profesional y con su vida. Cansado de reincidir en los mismos episodios, en las mismas caras de asco y de odio, intentó desconectar con su mejor remedio para el estrés, su mejor medicina para el ánimo, la misma que le había acompañado desde hacía tantos años, desde la adolescencia. Sus dedos pulsaron los botones del mando que conectaba el equipo de música y al instante, unas delicadas notas de piano se vertieron sobre el espacio y sobre sus sentidos. La suave melodía del aria del primer movimiento de las Variaciones Goldberg comenzó a sonar. Su espíritu rondó entre las notas apaciguando la ansiedad y el dolor. Como si de un bálsamo se tratara, se dejó sanar las heridas con los ojos cerrados, la mente desnuda, el corazón sediento de belleza y calma. Carlos tamborileaba con la punta de los dedos sobre sus rodillas, a dos manos, acertando a reproducir un teclado imaginario, tan virtual como la paz que se apoderaba de él al compás de los acordes. La fresca brisa de la imaginación montó a lomos de una armonía que se recreaba en girar una y otra vez sobre los mismos pasos, como su propia melancolía. Variaciones de un amor truncado, el canon de una decepción que cada día se mostraba con más fuerza que el anterior, como su ya relegado eslogan: más que ayer, pero menos que mañana. Lo mismo la desesperanza crecía y la ansiedad lo amargaba, decepcionado y frustrado, sin fuerzas mas que para deslizar los dedos sobre sus piernas, tocando notas a dos manos, ahora tristes, ahora alegres… Do, Re, Mi... Re, Do, Mi, Fa, Sol... Un timbre disonante irrumpió, una aberración que lo devolvía a la realidad. Bajó el volumen y descolgó el teléfono.
—¿Sí?
—Soy yo. Te llamo para decirte que no te quiero y que no quiero verte más.
—Pero... Alicia.
—No. No quiero verte más porque eres muy malo.
—Hija, ¿qué dices... de qué voy a ser malo?
—Mamá me lo ha contado todo y sí que eres malo, hacías cosas malas
—Alicia, cálmate, tu madre no te puede haber dicho nada malo sobre mi.
—Pues sí, y ya sé lo que hacías cuando yo era más pequeña.
—¿Yo? No hacía nada malo, y tu madre que haga el favor de ponerse y deje de decir tonterías, que solo tienes ocho años, por el amor de Dios.
—No quiere hablar contigo ni yo tampoco ni los tetes.
—Va, Alicia, dile a tu madre que se ponga.
—Mamá me ha contado que cuando yo dormía entrabas en mi habitación y te tocabas en mi cama.
—¿Qué...? ¡Por Dios bendito! ¿Eso te ha dicho tu madre? Eso es mentira ¡mentira! ¿me oyes? ¡mentira!
Silencio.
Un breve chasquido y el pitido intermitente, desalmado, que ahoga su voz y se transforma en ademán de impotencia. Respiración entrecortada. Lágrimas brotando, copiosas, resbalando por las mejillas, estrelladas contra un piano imaginario que ya no sedaba el alma, sino que la crujía y reventaba como una calabaza caída de algún estúpido cielo. Y aquella inmunda opresión en el pecho, aquel ahogo de quien ve perdida la batalla mucho antes de su comienzo, de quien siendo pacifista se ha obligado a tomar las armas. Preferiría morir antes que hacerles daño, pero tuvo que hacerlo, tuvo que alejarse de aquella mujer celosa y obsesiva que le hacía, y seguía haciendo, la vida imposible. De pronto, el espejismo de una nueva pesadilla, el teléfono aporreando su moral. ¿Será Alicia quien llama para disculparse?
—¿Carlos? Te acabo de llamar y estabas comunicando.
—Laura, cariño, hoy no tengo un buen día.
—Me lo imaginaba, ¿cómo ha ido el juicio?
—Lo siento, preferiría no hablar de ello ahora. Mañana mis hijos tienen competición en el Club de Polo, ¿podrías acercarte?
—Sin problema. Dime a qué hora... ¿Tu ex no llamará a la policía?
—Me trae sin cuidado. Los niños jugarán a partir de las seis de la tarde y quiero estar allí, quiero que vean que su padre está cerca. Quedamos en la cafetería. Llámame si no estoy allí y me acercaré en seguida.
—Allí estaré. Un beso, amor.
—Un beso.
El silencio apresó la estancia de nuevo, sublimó desde todas las paredes de todas las habitaciones vacías, desde lo más íntimo y profundo de su ser en ruinas, desde la historia de los cimientos de la casa en donde se había enamorado y casado con Julia, donde había compartido sus dos embarazos y criado a sus tres hijos. El vértigo de los acontecimientos se desvaneció en un sueño inquieto, roto, difuso por las idas y venidas de los desengaños, los rencores y la fatalidad que sentía anclada en su pecho. Sin discernir entre la pesadilla y la vigilia, transcurrió la noche, y el día, y la tarde.
A las seis se acercó a la pista número dieciocho del Real Club de Polo de Barcelona. Sus dos hijos gemelos jugaban una eliminatoria entre ellos. Alicia lo vio llegar desde el otro extremo de la pista, se giró y fue corriendo a advertir a su madre. A lo lejos, distinguió como su ex mujer se llevaba el móvil al oído. El suyo también sonó, era Laura. Unos minutos después se encontraron en la cafetería.
—Esto no te ayuda, Carlos. Si te han puesto esa orden de alejamiento es porque no puedes acercarte a tu ex ni a los niños.
—Pero es que todo es una gran mentira, Laura. Su abogado no expuso ni una sola prueba consistente y para colmo, presentó a una amiga suya para testificar que yo la había amenazado por teléfono. Esto de la justicia es una verdadera mierda; no hay un solo juez que tenga cojones de tramitar una denuncia de acoso contra una mujer. Aportamos todo tipo de pruebas para demostrar que Julia sufre el síndrome de alienación parental y que estaba manipulando a mis hijos en contra mía, y que me acusa de malos tratos con pruebas falsas, y...
—Tranquilízate, Carlos, o te dará algo.
—Hace dos años que no puedo estar con mis hijos, me estoy perdiendo lo mejor de su infancia, Laura. Me rehuyen, no quieren estar conmigo ni saber nada de mí.... Ayer noche... Todo lo hace para que me arrepienta de haberla dejado y para que vuelva con ella.
El rostro hundido, sofocado entre las manos como si fueran una barrera entre el dolor y su alma.
—Cariño, te propongo que me lleves a tu casa ahora. Algo se me ocurrirá para distraerte.
La sonrisa cómplice de ambos abrió un breve espacio de luz. Juntaron las manos, una para consolar y otra para agradecer. Minutos después, Laura tenía la mirada fija en Carlos mientras éste sacaba el coche del aparcamiento y enfilaba la avenida del Dr. Marañon. Apreciaba la ansiedad reprimida en los gestos de su pareja, la manera brusca en que entraba las marchas, el ímpetu con que arrancaba el auto, la forma en que apretaba los labios. De pronto, su cuerpo fue lanzado hacia adelante. Un hiriente chirrido penetró en su cerebro. Un fuerte tirón en el cuello y el rencuentro brusco con el asiento. El vehículo se había detenido casi en seco. Gritos en el exterior.
—¡Carlos, estás bien! ¿Qué ha pasado?
—¡La madre que la parió, la muy puta se ha tirado delante del coche!
—¿Quién, Carlos, quién se ha tirado?
—¡Ella, Julia! ¡Quiere destrozarme la vida!
Salieron precipitadamente del vehículo. Una mujer yacía en el suelo, se quejaba y se tocaba las piernas como si hubiera recibido un golpe. Laura no podía creer lo que estaba sucediendo. Carlos se había llevado las manos a la cabeza. Un grupo de curiosos los rodeaba.
—¡Ha sido él! —exclamó Julia—. ¡Mi ex marido ha intentado matarme!
El doctor Carlos Hernández perdió los nervios. Gesticulaba y se movía de un lado para otro empeñado en reproducir la realidad que lo sacudía; argumentaba que aquella mujer se había lanzado sobre su coche para simular un atropello; clamó que no le dejaba ver a sus hijos, que llevaba dos malditos años sin poder estar con ellos, que los manipulaba y mentía, que los estaba perdiendo, que jamás había creído que pudiera sucederle una cosa igual, que Julia nunca le perdonó que la dejara por otra, que buscaba su destrucción y que, si no lo creían a él, finalmente lo conseguiría. La policía se sumó a la escena. Laura contemplaba aquel estallido de furia con perplejidad; Carlos estaba fuera de sí. La policía tampoco prestó atención a su cuadro de histeria y se lo llevaron a comisaría para tomar declaración. Una ambulancia había acudido para atender a la víctima; al partir, Julia le dedicó una mirada de odio y juró que se acordaría de ella.
Carlos pasó la noche en el calabozo, en una pequeña celda de seis metros cuadrados, con otros individuos con quienes no medió palabra. Solo pudo hacer una llamada y la empleó para describir a su abogado la mezquina maniobra de su ex. A la mañana siguiente le devolvieron sus pertenencias y le entregaron una citación para personarse dos días después en un juicio por conducción temeraria con delito de lesiones. Recogió el vehículo en el depósito del Parc de l’Escorxador y se dirigió a su casa en La Floresta. Una vez allí tomó dos pastillas tranquilizantes y se dejó conducir por el sopor hasta un sueño agitado. Durante todo el día estuvo ausente y hasta el anochecer no se percató de que llevaba demasiadas horas sin probar bocado; sentía un nudo en la boca del estómago. Descorchó una botella de vino del Priorato y tragó con avidez los primeros sorbos. Las circunstancias que soportaba su vida cobraron formas en su cerebro y una extraña sensación de indiferencia entabló un fluido diálogo con su conciencia. Sumido tras el negro telón de su suerte, bajo la losa de la desesperanza, se debatía entre ceder y arrojar la toalla y regresar con Julia y los niños, o sucumbir una y otra vez al espíritu combativo que lo había arrojado a la situación actual. La voz interior desparramaba ecos de fracaso por todos los rincones de su cuerpo, de la casa, a través de recuerdos y apariencias, de los espejos y fotografías.
Sonó un timbre.
Mareado, caminó trastabillando hacia la puerta. Antes de abrir curioseó por la mirilla. Soñó ver a un policía.
—Buenas noches, ¿Es usted Carlos Hernández Isabal?
Afirmó con la cabeza pesada y los sesos removidos.
—¿Es usted el compañero sentimental de Laura Montagut?
Afirmó de nuevo. Tenía la mirada vidriosa, perdida y turbia. No pensaba con claridad.
—Debe acompañarnos.
Afirmó una vez más, sin convicción, como un autómata a quien le guía un programa sin sentimientos, como una tarea más que debía aceptar sin rechistar, como un cuerpo carente de voluntad, afirmó.
—¿Está usted al corriente de lo sucedido?
Negó. La cabeza le iba a estallar.
—La han encontrado muerta hacia las dos del mediodía.
Negó.
—Una sobredosis de atropina. Extraño ¿verdad, doctor?


(continuará ... )

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