miércoles, 20 de abril de 2011

Fragmento de una biografía

 Tenía el corazón en un puño y las manos heladas y el humo del cigarrillo me rascaba la garganta en aquella hora demasiado temprana. El frío febrero se condensaba en el vaho de la respiración como si todos fumásemos sin cesar, aferrados a nuestros anhelos, evadiendo cada uno con la mirada perdida el destino que nos había unido, aquella mañana, en la estación de Sants de Barcelona. El destino. Un sorteo. El destino, perfilado en el nudo que sentía en el cuello, en la ropa prensada sobre mi espalda, en el vacío que se abría ante a mi, conjurado contra los recuerdos más cálidos y recientes: madre cocinando mi plato favorito; el deseo prendido en los ojos de Sara; el rumor de la cafetería universitaria; incluso el tembleque que sentí en el saco de dormir, la última excursión del fin de semana, apenas dos días atrás, dos días ya, dos días más por los que daría un pedacito de mi vida, de mi tiempo. Pero estábamos allí, en pie, una fila de espectros, blancos y desconocidos, con las manos enfundadas en los bolsillos y las solapas erguidas, compartiendo la misma expectación, el mismo desaliento, el mismo helor adherido a los huesos, amordazando las ideas y los sueños, con el gesto preso por la inseguridad, tan a pesar de nuestra juventud.
Le llamaban el borreguero. Tal vez porque en su día transportara a estos animales, tal vez porque siempre iba hasta los topes, o tal vez porque nos llevaba a una pila de muchachos, dóciles, a cumplir una obligación inexcusable, violenta. Era el año 1984 y la objeción todavía significaba la cárcel, una mancha, una seria dificultad para encontrar trabajo, para prosperar. San Fernando de Cádiz hubiera significado un bonito lugar que visitar, pero entonces daba miedo, daba miedo perder la libertad de movimiento, de expresión y de pensamiento, la incertidumbre de saber que en adelante todo sería encorsetado, de un color caqui vacío y arisco, como un grave interrogante. Camposoto podría haber revestido cierto grado de exotismo incluso deseable, sin embargo, sonaba como un anuncio de comida enlatada. Campoloco, le llamaríamos después, yo y los tres compañeros que coincidieron conmigo en el largo trayecto, en aquella cabina forrada de risas sordas y temblorosas, sin alma; de cuero sintético gastado en roces, con los asientos enfrentados para someterse en cada mirada, con el humo agrio de los cigarrillos, con el desafío de las irrupciones no deseadas, con la resignación de quien no vive su vida, sino el inicio de una confusión, de una gris cuenta atrás para recuperarla.
Y el borreguero arrancó, y con cada instantánea de paisaje se nos removía un recuerdo, nos afloraba en el corazón y entre las sienes, cada vez más deprisa, con vértigo, sin aliento para abarcarlos todos.
El borreguero nos alejó de nuestro pasado, de nuestra identidad, y nos unió para sobrellevarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario