jueves, 19 de mayo de 2011

La dueña de tu nombre

Mucho después de que todo ocurriese, con el perro y su dueña muertos, el mundo descubrió el motivo de aquel nombre. Le habíamos regalado el perro con tan solo un mes de vida, sin destetar, y ella lo cuidó y lo alimentó como una madre y al poco tiempo, dos o tres días después del regalo, decidió llamarlo Baldomero. Mis hijos y yo le aconsejamos que eligiera otro apelativo, porque los perros raramente asimilan palabras de más de dos sílabas, pero ella insistió. Decía que el nombre no era idea suya, que ya lo traía el cachorro encima. Además, era un regalo, se lo habíamos regalado nosotros, y si era un verdadero regalo no nos quedaba más remedio que aceptar su decisión. “Este perro se llama Baldomero desde que vino al mundo”. Tanto los niños como yo, acabamos llamándolo Baldo, pero también entendía la versión larga del nombre y acudía con presteza cuando alguien lo pronunciaba.
Era un Golden Retriever completamente blanco, muy cobarde, que llegó a adquirir un tamaño descomunal. Se lo regalamos para que dejara de estar triste, porque la veíamos muy alicaída. A lo mejor echaba de menos el instinto maternal, puesto que Sandra tenía ya trece años y Antonio, quince. No lo sé. Lo cierto es que la terapia canina dio muy buenos resultados. Le cambió el carácter y comenzó a sonreír. Se pasaba las horas muertas con el perro. Como nosotros le habíamos asegurado que nunca atendería a un nombre tan largo, no paraba de repetirlo cada vez que se acercaba a él. Quería demostrarnos que nosotros estábamos equivocados y que ella tenía razón. Se la dimos en apenas una semana. No era necesario llamarlo Baldo, con Baldomero respondía a la perfección, pero gritar ese nombre en plena calle para llamar a tu mascota era una extravagancia que ni mis hijos ni yo estuvimos nunca dispuestos a aceptar.
Un psicólogo diría que fue como una válvula de escape para mi esposa; recuperó la inspiración. Durante sus últimos quince años de vida publicó varios libros de poesía y mantuvo en activo su blog sobre Baldomero, titulado El perro que vino a cenar, hasta el mismo día de su muerte. Fue una mujer feliz, una mujer con sonrisa, la mujer de la que siempre he estado enamorado. Por eso guardo tan grato recuerdo de ese animal, porque permitió que la mujer de mi vida me ofreciera sus resplandecientes últimos años. Murió quince años después del día en que le hicimos el regalo. Un derrame cerebral se la llevó por delante mientras dormía. Baldomero murió una semana más tarde. Han tenido que pasar otros dieciocho años para descubrir la verdad oculta tras aquel nombre.
Un buen día decidí cambiar el colchón. Llevaba durmiendo en él tres décadas y más de la mitad de ese tiempo no lo compartí con nadie. Mientras lo arrastraba hacia el contenedor de basura, en plena calle, observé una incisión. Estaba hecha a conciencia en uno de los laterales, y cosida, pero las costuras se habían deshilachado por el efecto del tiempo y del peso de mi cuerpo durante casi una eternidad. Como tenía la anchura de una mano, introduje una y allí mismo, a unos escasos diez centímetros de la superficie, palpé un libro. Al sacarlo vi que era un diario. El diario secreto de mi esposa. Volví a hundir la mano y alargué el brazo. Más libros, o diarios. Un total de catorce. Una fortuna, pensé. Me llevó más de dos meses leerlos todos y otros tres esquematizarlos, pero solo media hora escribir un artículo que al día siguiente publicó EL PAÍS. La rueda de prensa no tardó ni dos días en convocarse. El marido de la famosa poetisa había encontrado los diarios de su vida, un material inédito con datos fundamentales para entender la obra de la genial autora. En el artículo no revelé toda la información. Lo hice como estrategia publicitaria. La editorial con la que trabajaba mi esposa convocaría una rueda de prensa y allí lo explicaría todo.
Eso fue ayer, de modo que ahora todo el mundo cree conocer la verdad. Los diarios hacen referencia a una serie de cartas enviadas a un tal Baldomero durante más de veinte años. Esa es la verdad. La expresión “amor imposible” aparece varias veces. En la primera libreta habla de un certamen de poesía veraniega que se celebra en un camping situado en los Caños de Cádiz. Allí conoce a Baldomero y se enamora de él de por vida. Se volvieron a ver una docena de veces más a lo largo de una década y luego, nada. Pasaron de ser amantes ocasionales a no ser nada. Baldomero dejó de acudir a los certámenes poéticos y a los recitales y nunca contestó ni a una sola de las cientos de cartas que ella le estuvo enviando. Supongo que esas cartas se habrán perdido para siempre y sabe Dios quién las tendrá ahora mismo. Sin embargo, eso no era todo; fue lo que conté en la rueda de prensa pero faltaba lo más profundo. Por respeto a mi esposa, a quien todavía amo y adoro, voy a dejar que sea ella misma quien lo revele.
“Al fin tengo tu nombre, lo exhibo delante de mi familia como si fuera un diamante, y ha sido gracias a ellos, a esa turbación que me generan, y al perro. Te hablaré de ello en la próxima carta. Espero que a ésta sí contestes. Prometo no decirte nada personal. Lo prometo. Sólo te hablaré del perro, te contaré cómo me lo regalaron por mi cumpleaños y que le he puesto tu nombre, sí señor, enterito, con sus cuatro silabitas completas. Resulto patética pero no puedo evitarlo, tu nombre se me escapa constantemente, es una vergüenza, algo con lo que ahora sí puedo vivir…”.
Autor: Antonio Romera
Sierra Elvira. Mayo 2011.