miércoles, 10 de agosto de 2011

Fragmento de la novela En el cielo crecen Rosas

Corre, Sebastián.
Un día más, corre, bajo la luna, entre los guijarros, atravesando la oscuridad de este gélido febrero; a pesar de los tropiezos y de los esguinces, de las manos cubiertas de callos; a pesar de los lumbares quebrados de tanto acarrear capazos a diestro y siniestro, de tanto calzar escaleras entre ramas de olivos, de tanto golpe de vara arriba y abajo, hatillo a la espalda.
Corre, Sebastián, antes de que el penacho de vapor se deshaga por completo, antes de que el silencio engulla tus prisas y te quedes otra noche al raso en la estación, con la cara de susto y de hambre, con tu cara de jornalero y de pobre. Que todos los días te cuesta pagar el billete de ida y vuelta: de Caspe a Chiprana, y de Chiprana a la finca de El Carbazal, a ganar el jornal y el pan para la mujer y los cuatro hijos, y aprovechar las horas hasta que el sol se haya puesto y ya sólo deambulen por el campo los mochuelos.
Corre, Sebastián, como todos los hombres de piel curtida en la miseria, como si vieras la senda dibujada a tus pies; si quieres alcanzar a cenar caliente esta noche, a besar a tus retoños antes de acostarlos; si no quieres otro regaño de Rosa por no llegar a tiempo a casa y por tenerla otro día sin saber de ti.
Corre, Sebastián, mientras resistan los surcos de tus manos y los riñones te mantengan firme; ahora que silba la máquina y una cola de humo, espesa como la cabellera de una mujer, se quiebra en volutas sobre el edificio de la estación; ahora que las bielas transforman su vaivén en rotación y el temor resuena tan acuciante como la prisa, como ese mismo silbido que penetra hiriéndote las entrañas.
Corre, Sebastián, para asirte con fuerza al pasamanos, para ayudarte con esos brazos fuertes y derrengados a saltar sobre la plataforma, esa que separa los vagones y soporta la garita guardafrenos; para manipular la puerta y poder refugiarte en su interior, a salvo de quedar tiznado por las volvas negras que escupe la tractora, en el último vagón del último tren, ya de regreso a casa.
Cien toneladas de acero y madera atravesando un paisaje esculpido en plata, enturbiado por jirones de sombras.
Cerca de Caspe, el maquinista penetra la oscuridad en busca del paso a nivel que cruza la carretera. Sus ojos apenas distinguen las siluetas de sus sombras, pero allí delante, a un centenar de metros, una luz, tenue, un parpadeo apenas; y el corazón se le desboca, y un torrente le oprime el cuello, y se yergue cuanto puede y coloca una mano a modo de visera, como si la claridad celeste nublara su visión. Palpa con la diestra la palanca de freno y atisba en lontananza; ¿acaso es el farolillo de un carro? La luz se extingue y reaparece, como si alguien enviara señales, advertencias, ¿tal vez un carruaje atascado entre los raíles? ¡Maldita sea!
Bruscamente, la barra de freno contra sí, y todo el esqueleto de metal cruje y chirría, como una caja de resonancia que augura el desastre, y el maquinista es proyectado contra la pared de la caja de fuego, y las personas contra sus objetos, y los hace rebotar a todos como si fueran inermes y carentes de voluntad, para terminar estrellados contra el suelo. El tren se contrae, vibra por todas sus astillas, y las cestas arrojan su contenido y los equipajes mudan de dueño en un caos inesperado y agudo, súbito. El estruendo del graznido metálico llega a su máximo y después, cede su tiempo al silencio, a la inmovilidad, a los primeros gemidos de dolor; y de un primer instante de expectación, al murmullo de aliento que se escapa tras la mudez del pánico.
El maquinista, todavía aturdido, abre y cierra válvulas para aliviar presión en la caldera; ráfagas de vapor resoplan entre las ruedas, bajo el mecanismo de distribución, como si fueran suspiros de consuelo por no haber descarrilado. Asoma la cabeza por la ventanilla y se esfuerza por vislumbrar cualquier objeto que pudiera ser alumbrado por el farol de cabecera; habían superado la carretera por unos metros, pero no ve nada y, aparentemente, no hay colisión. A su espalda, el rumor de las primeras quejas de un pasaje que comienza a apearse, y la respiración entrecortada del agente revisor que lo alcanza a la carrera.
—¿Qué ha pasado, Alfredo?
—¡Un carro, te juro que había un carro en el cruce!
El agente Saturnino Vélez fija su mirada al frente, avanza unos metros y escudriña el prominente miriñaque de la locomotora en busca de restos de un impacto; en ese momento, el resoplido de un animal llama su atención. Ladea la cabeza, al otro lado de la locomotora una luz titila sofocada en el interior de un mugriento cristal. Al acercarse, distingue un carromato destartalado conducido por un anciano con el rostro blanco de espanto. Se encuentra detenido junto al paso a nivel y tiene un farol colgado en un estacón que sobresale de un lateral. Entonces, el macho da un tirón y la luz del farolillo desaparece tras las tablas de madera, para reaparecer casi al instante, rodando de un lado para otro. Se vuelve hacia Alfredo, a su espalda.
—¿Es eso lo que has visto?
El hombre contiene el aliento, estupefacto, contempla el vaivén de la luz.
—Creo que sí.
—¡Pues que Dios te conserve la vista!
—¡Bien podría haber sido un obstáculo en la vía! Podemos dar gracias de que no haya pasado una desgracia.
—Anda, Alfredo, tira. Vamos a comprobar los desperfectos.
Antes de iniciar la inspección, unas voces alertan desde el sector de cola: hay un hombre malherido.
—Ahora sí que la has hecho buena...
Un pequeño grupo de viajeros se agolpa frente al último vagón; hablan entre ellos en voz baja, casi en secreto. El revisor y el maquinista se abren paso y acercan un farol para iluminar la escena: las garitas guardafrenos de los dos últimos vagones están aplastadas entre sí, desmenuzadas como si fueran de paja. Hay un hombre atrapado. Saturnino se acerca, palpa el cuello de la víctima y examina con meticulosidad la situación.
—¿Está...?
—Me temo que sí, no le encuentro el pulso.
Sobresaliendo bajo la chaqueta de pana, un detalle llama la atención del revisor. Se acerca para comprobar si respira, al tiempo que desliza una mano para hacerse con su hallazgo. El maquinista descubre la maniobra.
—¿Eso que has cogido es...?
Saturnino guarda el pequeño billete en un bolsillo de su pantalón y murmura entre dientes:
—¿Sabes la que te puede caer por llevar las garitas enfrentadas? ¿Acaso no te enseñaron en las prácticas a revisar el anclaje de los vagones?
Alfredo mira a su alrededor. Un grupo de hombres los observan desde una distancia prudencial. Se inclina hacia Saturnino y procura que su conversación sea discreta.
—Este hombre lleva un billete legal y su familia tiene derecho a una indemnización.
—¿Quieres la verdad? Este hombre ha muerto por tu culpa, ¿quieres que lo detalle así en el informe? Ahora mismo voy a tomar declaración entre los presentes; todo el mundo dará fe de la posición de las cabinas. Y ¿sabes lo mejor? Nadie va a creer que un pasajero con billete legal viajara de pie en ese cuartucho de maquinaria, a menos que...
—Pero ¿qué es lo que pretendes?
Un brillo insolente en su mirada al responder.
—Muy sencillo. Pretendo ahorrarle un dinero a la Compañía. Puede que eso me haga subir un escalafón, ¿no crees?
        Sonrisa cínica. Conversación concluida. Se vuelve hacia los presentes y dicta las órdenes a seguir.