lunes, 24 de diciembre de 2012

El recinto

El recinto se vería en tinieblas de no ser por la luz del candil. El hombre lo sujeta en alto con cierta dificultad, y la llama tiembla más de lo habitual y alumbra con pequeños espasmos parcelas de su rostro.
Hace días que nadie se encarga de abrir las ventanas, pero la paja y el estiércol de caballo todavía se mantienen frescos y el hedor ocupa el interior del establo. Se tapa la nariz y la boca con un pañuelo que deja al descubierto una mirada envuelta en arrugas. Aunque el hombre no es un anciano, arrastra los pies al caminar y al hacerlo, rompe un silencio parecido al que sale de una sepultura. Dirige lentamente el quinqué a su izquierda e ilumina parte de la pared de adobe. De ella cuelgan cinchas y correas. Agarra una con fuerza, luego cierra los ojos y aprieta los dientes y una vena azul parece latir en la sien.
Ahora dirige la luz hacía arriba. En un estante diversas herramientas reposan esperando ser usadas; la almohaza aún contiene restos de pelo entre las púas. Más abajo, en el rincón, yace la silla de montar. Es pequeña. El hombre pasea con ternura los dedos sobre ella y resigue el nombre de varón que está repujado en el borde. Piensa que no debería invertirse el orden natural de las cosas. Una lágrima cae sobre la O. Suelta el quinqué y se cubre la cara con ambas manos y siente que los hombros son de plomo y el cuerpo se contrae y se convulsiona por el llanto. Permanece así durante mucho tiempo.
La noche helada se infiltra en los huesos. Abre los ojos, suspira y se  incorpora como si cargara un costal de patatas sobre la espalda. Cierra el quinqué y la llama se extingue. Está muy oscuro. En el momento de salir, el pie tropieza con un patín de colores que asoma entre el heno, y de nuevo una gota muda resbala por su mejilla.
 
Tina Gasol  

 

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