El recinto se vería en tinieblas de no ser por la
luz del candil. El hombre lo sujeta en alto con cierta dificultad, y la llama
tiembla más de lo habitual y alumbra con pequeños espasmos parcelas de su
rostro.
Hace días
que nadie se encarga de abrir las ventanas, pero la paja y el estiércol de
caballo todavía se mantienen frescos y el hedor ocupa el interior del establo.
Se tapa la nariz y la boca con un pañuelo que deja al descubierto una mirada
envuelta en arrugas. Aunque el hombre no es un anciano, arrastra los pies al
caminar y al hacerlo, rompe un silencio parecido al que sale de una sepultura.
Dirige lentamente el quinqué a su izquierda e ilumina parte de la pared de
adobe. De ella cuelgan cinchas y correas. Agarra una con fuerza, luego cierra
los ojos y aprieta los dientes y una vena azul parece latir en la sien.
Ahora
dirige la luz hacía arriba. En un estante diversas herramientas reposan
esperando ser usadas; la almohaza aún contiene restos de pelo entre las púas.
Más abajo, en el rincón, yace la silla de montar. Es pequeña. El hombre pasea
con ternura los dedos sobre ella y resigue el nombre de varón que está repujado
en el borde. Piensa que no debería invertirse el orden natural de las cosas.
Una lágrima cae sobre la O. Suelta el quinqué y se cubre la cara con ambas
manos y siente que los hombros son de plomo y el cuerpo se contrae y se
convulsiona por el llanto. Permanece así durante mucho tiempo.
La noche helada se infiltra en los huesos. Abre los
ojos, suspira y se incorpora como si cargara
un costal de patatas sobre la espalda. Cierra el quinqué y la llama se
extingue. Está muy oscuro. En el momento de salir, el pie tropieza con un patín
de colores que asoma entre el heno, y de nuevo una gota muda resbala por su
mejilla.
Tina Gasol
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