lunes, 24 de diciembre de 2012

El recinto

El recinto se vería en tinieblas de no ser por la luz del candil. El hombre lo sujeta en alto con cierta dificultad, y la llama tiembla más de lo habitual y alumbra con pequeños espasmos parcelas de su rostro.
Hace días que nadie se encarga de abrir las ventanas, pero la paja y el estiércol de caballo todavía se mantienen frescos y el hedor ocupa el interior del establo. Se tapa la nariz y la boca con un pañuelo que deja al descubierto una mirada envuelta en arrugas. Aunque el hombre no es un anciano, arrastra los pies al caminar y al hacerlo, rompe un silencio parecido al que sale de una sepultura. Dirige lentamente el quinqué a su izquierda e ilumina parte de la pared de adobe. De ella cuelgan cinchas y correas. Agarra una con fuerza, luego cierra los ojos y aprieta los dientes y una vena azul parece latir en la sien.
Ahora dirige la luz hacía arriba. En un estante diversas herramientas reposan esperando ser usadas; la almohaza aún contiene restos de pelo entre las púas. Más abajo, en el rincón, yace la silla de montar. Es pequeña. El hombre pasea con ternura los dedos sobre ella y resigue el nombre de varón que está repujado en el borde. Piensa que no debería invertirse el orden natural de las cosas. Una lágrima cae sobre la O. Suelta el quinqué y se cubre la cara con ambas manos y siente que los hombros son de plomo y el cuerpo se contrae y se convulsiona por el llanto. Permanece así durante mucho tiempo.
La noche helada se infiltra en los huesos. Abre los ojos, suspira y se  incorpora como si cargara un costal de patatas sobre la espalda. Cierra el quinqué y la llama se extingue. Está muy oscuro. En el momento de salir, el pie tropieza con un patín de colores que asoma entre el heno, y de nuevo una gota muda resbala por su mejilla.
 
Tina Gasol  

 

miércoles, 10 de agosto de 2011

Fragmento de la novela En el cielo crecen Rosas

Corre, Sebastián.
Un día más, corre, bajo la luna, entre los guijarros, atravesando la oscuridad de este gélido febrero; a pesar de los tropiezos y de los esguinces, de las manos cubiertas de callos; a pesar de los lumbares quebrados de tanto acarrear capazos a diestro y siniestro, de tanto calzar escaleras entre ramas de olivos, de tanto golpe de vara arriba y abajo, hatillo a la espalda.
Corre, Sebastián, antes de que el penacho de vapor se deshaga por completo, antes de que el silencio engulla tus prisas y te quedes otra noche al raso en la estación, con la cara de susto y de hambre, con tu cara de jornalero y de pobre. Que todos los días te cuesta pagar el billete de ida y vuelta: de Caspe a Chiprana, y de Chiprana a la finca de El Carbazal, a ganar el jornal y el pan para la mujer y los cuatro hijos, y aprovechar las horas hasta que el sol se haya puesto y ya sólo deambulen por el campo los mochuelos.
Corre, Sebastián, como todos los hombres de piel curtida en la miseria, como si vieras la senda dibujada a tus pies; si quieres alcanzar a cenar caliente esta noche, a besar a tus retoños antes de acostarlos; si no quieres otro regaño de Rosa por no llegar a tiempo a casa y por tenerla otro día sin saber de ti.
Corre, Sebastián, mientras resistan los surcos de tus manos y los riñones te mantengan firme; ahora que silba la máquina y una cola de humo, espesa como la cabellera de una mujer, se quiebra en volutas sobre el edificio de la estación; ahora que las bielas transforman su vaivén en rotación y el temor resuena tan acuciante como la prisa, como ese mismo silbido que penetra hiriéndote las entrañas.
Corre, Sebastián, para asirte con fuerza al pasamanos, para ayudarte con esos brazos fuertes y derrengados a saltar sobre la plataforma, esa que separa los vagones y soporta la garita guardafrenos; para manipular la puerta y poder refugiarte en su interior, a salvo de quedar tiznado por las volvas negras que escupe la tractora, en el último vagón del último tren, ya de regreso a casa.
Cien toneladas de acero y madera atravesando un paisaje esculpido en plata, enturbiado por jirones de sombras.
Cerca de Caspe, el maquinista penetra la oscuridad en busca del paso a nivel que cruza la carretera. Sus ojos apenas distinguen las siluetas de sus sombras, pero allí delante, a un centenar de metros, una luz, tenue, un parpadeo apenas; y el corazón se le desboca, y un torrente le oprime el cuello, y se yergue cuanto puede y coloca una mano a modo de visera, como si la claridad celeste nublara su visión. Palpa con la diestra la palanca de freno y atisba en lontananza; ¿acaso es el farolillo de un carro? La luz se extingue y reaparece, como si alguien enviara señales, advertencias, ¿tal vez un carruaje atascado entre los raíles? ¡Maldita sea!
Bruscamente, la barra de freno contra sí, y todo el esqueleto de metal cruje y chirría, como una caja de resonancia que augura el desastre, y el maquinista es proyectado contra la pared de la caja de fuego, y las personas contra sus objetos, y los hace rebotar a todos como si fueran inermes y carentes de voluntad, para terminar estrellados contra el suelo. El tren se contrae, vibra por todas sus astillas, y las cestas arrojan su contenido y los equipajes mudan de dueño en un caos inesperado y agudo, súbito. El estruendo del graznido metálico llega a su máximo y después, cede su tiempo al silencio, a la inmovilidad, a los primeros gemidos de dolor; y de un primer instante de expectación, al murmullo de aliento que se escapa tras la mudez del pánico.
El maquinista, todavía aturdido, abre y cierra válvulas para aliviar presión en la caldera; ráfagas de vapor resoplan entre las ruedas, bajo el mecanismo de distribución, como si fueran suspiros de consuelo por no haber descarrilado. Asoma la cabeza por la ventanilla y se esfuerza por vislumbrar cualquier objeto que pudiera ser alumbrado por el farol de cabecera; habían superado la carretera por unos metros, pero no ve nada y, aparentemente, no hay colisión. A su espalda, el rumor de las primeras quejas de un pasaje que comienza a apearse, y la respiración entrecortada del agente revisor que lo alcanza a la carrera.
—¿Qué ha pasado, Alfredo?
—¡Un carro, te juro que había un carro en el cruce!
El agente Saturnino Vélez fija su mirada al frente, avanza unos metros y escudriña el prominente miriñaque de la locomotora en busca de restos de un impacto; en ese momento, el resoplido de un animal llama su atención. Ladea la cabeza, al otro lado de la locomotora una luz titila sofocada en el interior de un mugriento cristal. Al acercarse, distingue un carromato destartalado conducido por un anciano con el rostro blanco de espanto. Se encuentra detenido junto al paso a nivel y tiene un farol colgado en un estacón que sobresale de un lateral. Entonces, el macho da un tirón y la luz del farolillo desaparece tras las tablas de madera, para reaparecer casi al instante, rodando de un lado para otro. Se vuelve hacia Alfredo, a su espalda.
—¿Es eso lo que has visto?
El hombre contiene el aliento, estupefacto, contempla el vaivén de la luz.
—Creo que sí.
—¡Pues que Dios te conserve la vista!
—¡Bien podría haber sido un obstáculo en la vía! Podemos dar gracias de que no haya pasado una desgracia.
—Anda, Alfredo, tira. Vamos a comprobar los desperfectos.
Antes de iniciar la inspección, unas voces alertan desde el sector de cola: hay un hombre malherido.
—Ahora sí que la has hecho buena...
Un pequeño grupo de viajeros se agolpa frente al último vagón; hablan entre ellos en voz baja, casi en secreto. El revisor y el maquinista se abren paso y acercan un farol para iluminar la escena: las garitas guardafrenos de los dos últimos vagones están aplastadas entre sí, desmenuzadas como si fueran de paja. Hay un hombre atrapado. Saturnino se acerca, palpa el cuello de la víctima y examina con meticulosidad la situación.
—¿Está...?
—Me temo que sí, no le encuentro el pulso.
Sobresaliendo bajo la chaqueta de pana, un detalle llama la atención del revisor. Se acerca para comprobar si respira, al tiempo que desliza una mano para hacerse con su hallazgo. El maquinista descubre la maniobra.
—¿Eso que has cogido es...?
Saturnino guarda el pequeño billete en un bolsillo de su pantalón y murmura entre dientes:
—¿Sabes la que te puede caer por llevar las garitas enfrentadas? ¿Acaso no te enseñaron en las prácticas a revisar el anclaje de los vagones?
Alfredo mira a su alrededor. Un grupo de hombres los observan desde una distancia prudencial. Se inclina hacia Saturnino y procura que su conversación sea discreta.
—Este hombre lleva un billete legal y su familia tiene derecho a una indemnización.
—¿Quieres la verdad? Este hombre ha muerto por tu culpa, ¿quieres que lo detalle así en el informe? Ahora mismo voy a tomar declaración entre los presentes; todo el mundo dará fe de la posición de las cabinas. Y ¿sabes lo mejor? Nadie va a creer que un pasajero con billete legal viajara de pie en ese cuartucho de maquinaria, a menos que...
—Pero ¿qué es lo que pretendes?
Un brillo insolente en su mirada al responder.
—Muy sencillo. Pretendo ahorrarle un dinero a la Compañía. Puede que eso me haga subir un escalafón, ¿no crees?
        Sonrisa cínica. Conversación concluida. Se vuelve hacia los presentes y dicta las órdenes a seguir.

jueves, 19 de mayo de 2011

La dueña de tu nombre

Mucho después de que todo ocurriese, con el perro y su dueña muertos, el mundo descubrió el motivo de aquel nombre. Le habíamos regalado el perro con tan solo un mes de vida, sin destetar, y ella lo cuidó y lo alimentó como una madre y al poco tiempo, dos o tres días después del regalo, decidió llamarlo Baldomero. Mis hijos y yo le aconsejamos que eligiera otro apelativo, porque los perros raramente asimilan palabras de más de dos sílabas, pero ella insistió. Decía que el nombre no era idea suya, que ya lo traía el cachorro encima. Además, era un regalo, se lo habíamos regalado nosotros, y si era un verdadero regalo no nos quedaba más remedio que aceptar su decisión. “Este perro se llama Baldomero desde que vino al mundo”. Tanto los niños como yo, acabamos llamándolo Baldo, pero también entendía la versión larga del nombre y acudía con presteza cuando alguien lo pronunciaba.
Era un Golden Retriever completamente blanco, muy cobarde, que llegó a adquirir un tamaño descomunal. Se lo regalamos para que dejara de estar triste, porque la veíamos muy alicaída. A lo mejor echaba de menos el instinto maternal, puesto que Sandra tenía ya trece años y Antonio, quince. No lo sé. Lo cierto es que la terapia canina dio muy buenos resultados. Le cambió el carácter y comenzó a sonreír. Se pasaba las horas muertas con el perro. Como nosotros le habíamos asegurado que nunca atendería a un nombre tan largo, no paraba de repetirlo cada vez que se acercaba a él. Quería demostrarnos que nosotros estábamos equivocados y que ella tenía razón. Se la dimos en apenas una semana. No era necesario llamarlo Baldo, con Baldomero respondía a la perfección, pero gritar ese nombre en plena calle para llamar a tu mascota era una extravagancia que ni mis hijos ni yo estuvimos nunca dispuestos a aceptar.
Un psicólogo diría que fue como una válvula de escape para mi esposa; recuperó la inspiración. Durante sus últimos quince años de vida publicó varios libros de poesía y mantuvo en activo su blog sobre Baldomero, titulado El perro que vino a cenar, hasta el mismo día de su muerte. Fue una mujer feliz, una mujer con sonrisa, la mujer de la que siempre he estado enamorado. Por eso guardo tan grato recuerdo de ese animal, porque permitió que la mujer de mi vida me ofreciera sus resplandecientes últimos años. Murió quince años después del día en que le hicimos el regalo. Un derrame cerebral se la llevó por delante mientras dormía. Baldomero murió una semana más tarde. Han tenido que pasar otros dieciocho años para descubrir la verdad oculta tras aquel nombre.
Un buen día decidí cambiar el colchón. Llevaba durmiendo en él tres décadas y más de la mitad de ese tiempo no lo compartí con nadie. Mientras lo arrastraba hacia el contenedor de basura, en plena calle, observé una incisión. Estaba hecha a conciencia en uno de los laterales, y cosida, pero las costuras se habían deshilachado por el efecto del tiempo y del peso de mi cuerpo durante casi una eternidad. Como tenía la anchura de una mano, introduje una y allí mismo, a unos escasos diez centímetros de la superficie, palpé un libro. Al sacarlo vi que era un diario. El diario secreto de mi esposa. Volví a hundir la mano y alargué el brazo. Más libros, o diarios. Un total de catorce. Una fortuna, pensé. Me llevó más de dos meses leerlos todos y otros tres esquematizarlos, pero solo media hora escribir un artículo que al día siguiente publicó EL PAÍS. La rueda de prensa no tardó ni dos días en convocarse. El marido de la famosa poetisa había encontrado los diarios de su vida, un material inédito con datos fundamentales para entender la obra de la genial autora. En el artículo no revelé toda la información. Lo hice como estrategia publicitaria. La editorial con la que trabajaba mi esposa convocaría una rueda de prensa y allí lo explicaría todo.
Eso fue ayer, de modo que ahora todo el mundo cree conocer la verdad. Los diarios hacen referencia a una serie de cartas enviadas a un tal Baldomero durante más de veinte años. Esa es la verdad. La expresión “amor imposible” aparece varias veces. En la primera libreta habla de un certamen de poesía veraniega que se celebra en un camping situado en los Caños de Cádiz. Allí conoce a Baldomero y se enamora de él de por vida. Se volvieron a ver una docena de veces más a lo largo de una década y luego, nada. Pasaron de ser amantes ocasionales a no ser nada. Baldomero dejó de acudir a los certámenes poéticos y a los recitales y nunca contestó ni a una sola de las cientos de cartas que ella le estuvo enviando. Supongo que esas cartas se habrán perdido para siempre y sabe Dios quién las tendrá ahora mismo. Sin embargo, eso no era todo; fue lo que conté en la rueda de prensa pero faltaba lo más profundo. Por respeto a mi esposa, a quien todavía amo y adoro, voy a dejar que sea ella misma quien lo revele.
“Al fin tengo tu nombre, lo exhibo delante de mi familia como si fuera un diamante, y ha sido gracias a ellos, a esa turbación que me generan, y al perro. Te hablaré de ello en la próxima carta. Espero que a ésta sí contestes. Prometo no decirte nada personal. Lo prometo. Sólo te hablaré del perro, te contaré cómo me lo regalaron por mi cumpleaños y que le he puesto tu nombre, sí señor, enterito, con sus cuatro silabitas completas. Resulto patética pero no puedo evitarlo, tu nombre se me escapa constantemente, es una vergüenza, algo con lo que ahora sí puedo vivir…”.
Autor: Antonio Romera
Sierra Elvira. Mayo 2011.

martes, 26 de abril de 2011

Desierto de Judea, 28 dC.

No sabía reconocer si le dolía más el vacío del estómago, las tripas retorcidas, o los labios resecos y agrietados. La piel del pecho apenas alcanzaba para cubrirle las costillas y hacía días que conseguía juntar los dedos con holgura alrededor de sus muñecas. El hambre y la sed lo zarandeaban entre el desvanecimiento y el delirio, sediento por un sol castigador, entumecido por el frío de la noche inmensa, desabrigada. Vestía una túnica tejida con pelo de camello y unas sandalias hechas con hojas de palmera trenzadas, un atuendo insuficiente para soportar el clima del desierto; de la sofocante insolación al suplicio de gélidas punzadas, tantas como estrellas lucían en el firmamento. Sin embargo, esa era su voluntad; aunque su cuerpo menguara en fuerzas con cada hora que pasaba, pese a no quedarle ni una sola gota de agua para transpirar, ese era el destino que había elegido para limpiar sus impurezas; ayunar y deambular como un espíritu desolado a través de las vastas arenas que contemplaban, valle abajo, a lo lejos, el mar de Galilea. Yacía cuanto podía al abrigo del viento, protegido con un roído manto, aguardando mortecino el transcurso del tiempo, entreteniéndose en recitar pasajes de La Ley, en evocar su pasado, en su ciudad. Ya no recordaba cuanto hacía que marchara de Nazareth, ni el rostro del profeta que lo empujó a abandonar a los suyos con promesas de redención; una fiebre extenuante lo abrasaba para consumirlo en el ansia de alcanzar el perdón de Yahvé, ante su inminente llegada al frente de su pueblo para ejecutar el juicio final. Perdió la cuenta de las horas entre espejismos de espadas que sesgaban el aire sobre su cabeza, sin tocarlo, viendo temeroso como el fuego de Dios pasaba de largo, sin rozarlo, convencido de estar redimiendo sus pecados; primero en el río Jordán, después con el ayuno y la austera soledad. De pronto sintió la sacudida de un violento escalofrío y acto seguido, como el sol dejaba de calentar. Al abrir los ojos lo vio desaparecer y quedó entre tinieblas. Con las pocas fuerzas que le sostenían consiguió postrarse de rodillas ante el milagro, mientras en sus oídos resonaba el eco del eterno rechinar de miles de dientes.
—Dios de Abrahán —nombró temeroso.
Ráfagas de luz irrumpieron en el aire como relámpagos, atravesando su frágil y desvalido cuerpo; fue entonces cuando escuchó la voz en su interior, el verbo hecho pensamiento, la voluntad divina manifestándose a través de su mente; el Creador le estaba hablando. Tan solo duró un soplo de brisa, pero fue suficiente para dejar la impronta de una inmensa revelación. Con un último aliento cayó desvanecido sobre la arena, aún ardiente, en el instante mismo en que el sol se abría paso entre la noche y escuchaba su nombre confundirse con el viento: “Yeixú, Yeixú”.
El rostro de un hombre de tez curtida apareció ante su mirada invadida por el éxtasis
—Yeixú, ha ocurrido algo, debes regresar —hizo un esfuerzo por incorporarlo—. Toma, te he traído agua y dátiles.
—Nathanael, ¿tú también lo has escuchado?
—Escuchar ¿el qué?
—¿Acaso no has visto cómo la noche vencía al día? ¿Acaso no has sentido el aliento de sus palabras? —respiró profundamente para retomar el ánimo y continuó—. La voz de Dios me ha hablado, me ha desvelado la verdad y créeme, no es como los profetas la predican.
—No he visto ni oído nada, Yeixú. Creo que la insolación te ha afectado demasiado y estás al límite de la cordura. Toma, bebe.
Acercó una bota de piel de cabra a sus labios y los humedeció antes de darle de beber.
—Tranquilo, amigo, recupera las fuerzas para no demorar nuestra marcha.
—Sí, debo volver para transmitir un mensaje.
—Yeixú, el Bautista ha sido apresado por Herodes Antipas y ahora no es el mejor momento para predicar su doctrina, más vale que vayamos a Beth Saida y una vez allí ya decidiremos.
—No es su doctrina la que debemos predicar, Nathanael. Dios me ha encomendado una misión. Dame de comer y de beber pues tengo un largo camino ante mí, he de resolver los errores de mi pueblo y extender Su palabra como un manto sobre los hombres.
—Lo que tú digas, pero ahora procura reponerte pronto, deberíamos partir antes de la puesta de sol.
Yeixú lo tomó por el brazo y le habló con tono suplicante.
—Hermano mío, debes reunir a un grupo de fieles que desee seguirme por el camino de la verdad: reúne a Ximón, a Elías, a Cleofás, a todos cuantos estén dispuestos a peregrinar hasta el mismo Jerusalén, proclamando la revelación que Dios me ha concedido.
—¿De verdad has escuchado Su palabra?
—No sólo eso, Nathanael; he conocido cuan equivocados estábamos. No sé si seré capaz de hacerme entender por vosotros, por las gentes...
—Mejor será que guardes las energías para luego. Bebe otro sorbo y come, reposa unos minutos y emprendamos el regreso, tiempo habrá para que nos cuentes lo que te ha ocurrido.
—No esperéis más el Reino de los Cielos, pues está entre nosotros desde el principio, dentro y fuera, y aún no lo veis. Quién lo alcance a conocer será por siempre hijo de la vida.
—Es extraño, justo en el momento de ser apresado, el Bautista proclamó que alguien más fuerte que él estaba a punto de llegar.
—Ayúdame a levantar, buen amigo, no hay tiempo que perder para liberar al pueblo del pecado y encauzarlo en la buena senda.
—Lo que tú digas, Yeixú, yo y mi casa te seguiremos a donde vayas.
Después de que Nathanael lo rescatara de la fiebre del desierto, donde había permanecido durante dos lunas alimentándose de langostas y serpientes, llegaron a orillas del Mar de Galilea. Allí, los discípulos de Juan aguardaban indecisos una señal. Al verlo llegar, dieron muestras de júbilo.
—¡Mirad el milagro, ha resistido el ayuno! —gritaron.
—Está muy débil —anunció Nathanael—. Apenas se sostiene en pie y delira.
—¿Cómo no iba a delirar? —sostuvo Ximón de Betania—, si ha seguido los pasos del profeta.
Yeixú se desprendió del abrazo que le aliviaba el paso y miró a los hombres reunidos. Sus ojos tenían el color de la miel, su cabello y su barba se enzarzaban en una maraña impenetrable, sus labios eran como la tierra reseca, pero su voz se envolvía de un hálito de frescura bajo el ardiente sol de Judea.
—Llevo conmigo el mensaje de la vida. El que quiera escucharlo debe seguir mi senda.
Los hombres se miraron unos a otros; una vez apresado el Bautista, nada podían perder en seguir sus pasos.
Caminaron atravesando el reino de Samaria. Los discípulos de Juan recitaban por las casas fragmentos de La Torá, a cambio de agua y pan de maíz. Al tercer día llegaron al pozo de Elías, en el poblado de Jerash. Estaban llenando sus odres de agua cuando, frente a ellos, un grupo de hombres ataron a una joven a una estaca con la intención de lapidarla. La muchacha pedía misericordia ante la impotente mirada de sus padres. Yeixú se aproximó y alzó la voz por encima del griterío.
—¿Quién de vosotros se encuentra libre de pecado para erigirse en juez de los vivos?
La multitud refrenó su impulso y guardó silencio ante la osada aparición de Yeixú. Un rabino habló.
—Esta mujer ha conocido varón sin estar desposada. Cumplimos La Ley.
—¡Es una sucia ramera! —acusó un hombre vestido como un fariseo.
Yeixú entornó los ojos hacia él, furioso.
—¿Ante la Ley de Dios o ante la ley de los hombres? ¿Es que sois necios? ¿Acaso creéis que la mujer, que es fuente de vida, es impura a los ojos de Dios?
Las palabras causaron un gran alboroto entre los presentes.
—Pero maestro —intervino uno de los discípulos—, es la Ley de Moisés.
—Oíd lo que os digo, si podéis escuchar. Ved con los ojos, si sabéis mirar. Lo que hagáis por el camino, el camino os lo devolverá con creces.
Ajeno al tumulto, Yeixú se arrodilló junto a la joven.
—¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo María de Magdala.
—Yo soy Yeixú, hijo de María. ¿Quieres unirte a nosotros?
La muchacha se aferró a él para salvar la vida. Yeixú se encaró al pueblo.
—Esperáis la llegada del Reino de los Cielos, pero está aquí, entre vosotros, y aún no os habéis dado cuenta. Son los que son como niños quienes heredarán el Reino que cubre los cielos, que es la Tierra. Oíd bien, pueblo de Israel, cualquier ciego podría ver mejor porque sólo veis con los ojos de la ignorancia.

miércoles, 20 de abril de 2011

Fragmento de una novela


No podía continuar así. Era consciente de que un día más en aquel estado de excitación resultaría del todo insoportable. Cuando el doctor Carlos Hernández regresó aquella noche a su casa, hastiado de pasillos, salas repletas de folios, abogados, acusaciones y recusaciones, se desvaneció sobre el negro sofá de piel en medio de su amplio y vetusto salón, frente a sí mismo y frente a todos los problemas que se le habían acumulado durante los últimos meses y que ahora, a sus cuarenta y cinco años recién cumplidos, parecía que podían acabar con él, con su carrera profesional y con su vida. Cansado de reincidir en los mismos episodios, en las mismas caras de asco y de odio, intentó desconectar con su mejor remedio para el estrés, su mejor medicina para el ánimo, la misma que le había acompañado desde hacía tantos años, desde la adolescencia. Sus dedos pulsaron los botones del mando que conectaba el equipo de música y al instante, unas delicadas notas de piano se vertieron sobre el espacio y sobre sus sentidos. La suave melodía del aria del primer movimiento de las Variaciones Goldberg comenzó a sonar. Su espíritu rondó entre las notas apaciguando la ansiedad y el dolor. Como si de un bálsamo se tratara, se dejó sanar las heridas con los ojos cerrados, la mente desnuda, el corazón sediento de belleza y calma. Carlos tamborileaba con la punta de los dedos sobre sus rodillas, a dos manos, acertando a reproducir un teclado imaginario, tan virtual como la paz que se apoderaba de él al compás de los acordes. La fresca brisa de la imaginación montó a lomos de una armonía que se recreaba en girar una y otra vez sobre los mismos pasos, como su propia melancolía. Variaciones de un amor truncado, el canon de una decepción que cada día se mostraba con más fuerza que el anterior, como su ya relegado eslogan: más que ayer, pero menos que mañana. Lo mismo la desesperanza crecía y la ansiedad lo amargaba, decepcionado y frustrado, sin fuerzas mas que para deslizar los dedos sobre sus piernas, tocando notas a dos manos, ahora tristes, ahora alegres… Do, Re, Mi... Re, Do, Mi, Fa, Sol... Un timbre disonante irrumpió, una aberración que lo devolvía a la realidad. Bajó el volumen y descolgó el teléfono.
—¿Sí?
—Soy yo. Te llamo para decirte que no te quiero y que no quiero verte más.
—Pero... Alicia.
—No. No quiero verte más porque eres muy malo.
—Hija, ¿qué dices... de qué voy a ser malo?
—Mamá me lo ha contado todo y sí que eres malo, hacías cosas malas
—Alicia, cálmate, tu madre no te puede haber dicho nada malo sobre mi.
—Pues sí, y ya sé lo que hacías cuando yo era más pequeña.
—¿Yo? No hacía nada malo, y tu madre que haga el favor de ponerse y deje de decir tonterías, que solo tienes ocho años, por el amor de Dios.
—No quiere hablar contigo ni yo tampoco ni los tetes.
—Va, Alicia, dile a tu madre que se ponga.
—Mamá me ha contado que cuando yo dormía entrabas en mi habitación y te tocabas en mi cama.
—¿Qué...? ¡Por Dios bendito! ¿Eso te ha dicho tu madre? Eso es mentira ¡mentira! ¿me oyes? ¡mentira!
Silencio.
Un breve chasquido y el pitido intermitente, desalmado, que ahoga su voz y se transforma en ademán de impotencia. Respiración entrecortada. Lágrimas brotando, copiosas, resbalando por las mejillas, estrelladas contra un piano imaginario que ya no sedaba el alma, sino que la crujía y reventaba como una calabaza caída de algún estúpido cielo. Y aquella inmunda opresión en el pecho, aquel ahogo de quien ve perdida la batalla mucho antes de su comienzo, de quien siendo pacifista se ha obligado a tomar las armas. Preferiría morir antes que hacerles daño, pero tuvo que hacerlo, tuvo que alejarse de aquella mujer celosa y obsesiva que le hacía, y seguía haciendo, la vida imposible. De pronto, el espejismo de una nueva pesadilla, el teléfono aporreando su moral. ¿Será Alicia quien llama para disculparse?
—¿Carlos? Te acabo de llamar y estabas comunicando.
—Laura, cariño, hoy no tengo un buen día.
—Me lo imaginaba, ¿cómo ha ido el juicio?
—Lo siento, preferiría no hablar de ello ahora. Mañana mis hijos tienen competición en el Club de Polo, ¿podrías acercarte?
—Sin problema. Dime a qué hora... ¿Tu ex no llamará a la policía?
—Me trae sin cuidado. Los niños jugarán a partir de las seis de la tarde y quiero estar allí, quiero que vean que su padre está cerca. Quedamos en la cafetería. Llámame si no estoy allí y me acercaré en seguida.
—Allí estaré. Un beso, amor.
—Un beso.
El silencio apresó la estancia de nuevo, sublimó desde todas las paredes de todas las habitaciones vacías, desde lo más íntimo y profundo de su ser en ruinas, desde la historia de los cimientos de la casa en donde se había enamorado y casado con Julia, donde había compartido sus dos embarazos y criado a sus tres hijos. El vértigo de los acontecimientos se desvaneció en un sueño inquieto, roto, difuso por las idas y venidas de los desengaños, los rencores y la fatalidad que sentía anclada en su pecho. Sin discernir entre la pesadilla y la vigilia, transcurrió la noche, y el día, y la tarde.
A las seis se acercó a la pista número dieciocho del Real Club de Polo de Barcelona. Sus dos hijos gemelos jugaban una eliminatoria entre ellos. Alicia lo vio llegar desde el otro extremo de la pista, se giró y fue corriendo a advertir a su madre. A lo lejos, distinguió como su ex mujer se llevaba el móvil al oído. El suyo también sonó, era Laura. Unos minutos después se encontraron en la cafetería.
—Esto no te ayuda, Carlos. Si te han puesto esa orden de alejamiento es porque no puedes acercarte a tu ex ni a los niños.
—Pero es que todo es una gran mentira, Laura. Su abogado no expuso ni una sola prueba consistente y para colmo, presentó a una amiga suya para testificar que yo la había amenazado por teléfono. Esto de la justicia es una verdadera mierda; no hay un solo juez que tenga cojones de tramitar una denuncia de acoso contra una mujer. Aportamos todo tipo de pruebas para demostrar que Julia sufre el síndrome de alienación parental y que estaba manipulando a mis hijos en contra mía, y que me acusa de malos tratos con pruebas falsas, y...
—Tranquilízate, Carlos, o te dará algo.
—Hace dos años que no puedo estar con mis hijos, me estoy perdiendo lo mejor de su infancia, Laura. Me rehuyen, no quieren estar conmigo ni saber nada de mí.... Ayer noche... Todo lo hace para que me arrepienta de haberla dejado y para que vuelva con ella.
El rostro hundido, sofocado entre las manos como si fueran una barrera entre el dolor y su alma.
—Cariño, te propongo que me lleves a tu casa ahora. Algo se me ocurrirá para distraerte.
La sonrisa cómplice de ambos abrió un breve espacio de luz. Juntaron las manos, una para consolar y otra para agradecer. Minutos después, Laura tenía la mirada fija en Carlos mientras éste sacaba el coche del aparcamiento y enfilaba la avenida del Dr. Marañon. Apreciaba la ansiedad reprimida en los gestos de su pareja, la manera brusca en que entraba las marchas, el ímpetu con que arrancaba el auto, la forma en que apretaba los labios. De pronto, su cuerpo fue lanzado hacia adelante. Un hiriente chirrido penetró en su cerebro. Un fuerte tirón en el cuello y el rencuentro brusco con el asiento. El vehículo se había detenido casi en seco. Gritos en el exterior.
—¡Carlos, estás bien! ¿Qué ha pasado?
—¡La madre que la parió, la muy puta se ha tirado delante del coche!
—¿Quién, Carlos, quién se ha tirado?
—¡Ella, Julia! ¡Quiere destrozarme la vida!
Salieron precipitadamente del vehículo. Una mujer yacía en el suelo, se quejaba y se tocaba las piernas como si hubiera recibido un golpe. Laura no podía creer lo que estaba sucediendo. Carlos se había llevado las manos a la cabeza. Un grupo de curiosos los rodeaba.
—¡Ha sido él! —exclamó Julia—. ¡Mi ex marido ha intentado matarme!
El doctor Carlos Hernández perdió los nervios. Gesticulaba y se movía de un lado para otro empeñado en reproducir la realidad que lo sacudía; argumentaba que aquella mujer se había lanzado sobre su coche para simular un atropello; clamó que no le dejaba ver a sus hijos, que llevaba dos malditos años sin poder estar con ellos, que los manipulaba y mentía, que los estaba perdiendo, que jamás había creído que pudiera sucederle una cosa igual, que Julia nunca le perdonó que la dejara por otra, que buscaba su destrucción y que, si no lo creían a él, finalmente lo conseguiría. La policía se sumó a la escena. Laura contemplaba aquel estallido de furia con perplejidad; Carlos estaba fuera de sí. La policía tampoco prestó atención a su cuadro de histeria y se lo llevaron a comisaría para tomar declaración. Una ambulancia había acudido para atender a la víctima; al partir, Julia le dedicó una mirada de odio y juró que se acordaría de ella.
Carlos pasó la noche en el calabozo, en una pequeña celda de seis metros cuadrados, con otros individuos con quienes no medió palabra. Solo pudo hacer una llamada y la empleó para describir a su abogado la mezquina maniobra de su ex. A la mañana siguiente le devolvieron sus pertenencias y le entregaron una citación para personarse dos días después en un juicio por conducción temeraria con delito de lesiones. Recogió el vehículo en el depósito del Parc de l’Escorxador y se dirigió a su casa en La Floresta. Una vez allí tomó dos pastillas tranquilizantes y se dejó conducir por el sopor hasta un sueño agitado. Durante todo el día estuvo ausente y hasta el anochecer no se percató de que llevaba demasiadas horas sin probar bocado; sentía un nudo en la boca del estómago. Descorchó una botella de vino del Priorato y tragó con avidez los primeros sorbos. Las circunstancias que soportaba su vida cobraron formas en su cerebro y una extraña sensación de indiferencia entabló un fluido diálogo con su conciencia. Sumido tras el negro telón de su suerte, bajo la losa de la desesperanza, se debatía entre ceder y arrojar la toalla y regresar con Julia y los niños, o sucumbir una y otra vez al espíritu combativo que lo había arrojado a la situación actual. La voz interior desparramaba ecos de fracaso por todos los rincones de su cuerpo, de la casa, a través de recuerdos y apariencias, de los espejos y fotografías.
Sonó un timbre.
Mareado, caminó trastabillando hacia la puerta. Antes de abrir curioseó por la mirilla. Soñó ver a un policía.
—Buenas noches, ¿Es usted Carlos Hernández Isabal?
Afirmó con la cabeza pesada y los sesos removidos.
—¿Es usted el compañero sentimental de Laura Montagut?
Afirmó de nuevo. Tenía la mirada vidriosa, perdida y turbia. No pensaba con claridad.
—Debe acompañarnos.
Afirmó una vez más, sin convicción, como un autómata a quien le guía un programa sin sentimientos, como una tarea más que debía aceptar sin rechistar, como un cuerpo carente de voluntad, afirmó.
—¿Está usted al corriente de lo sucedido?
Negó. La cabeza le iba a estallar.
—La han encontrado muerta hacia las dos del mediodía.
Negó.
—Una sobredosis de atropina. Extraño ¿verdad, doctor?


(continuará ... )

Fragmento de una biografía

 Tenía el corazón en un puño y las manos heladas y el humo del cigarrillo me rascaba la garganta en aquella hora demasiado temprana. El frío febrero se condensaba en el vaho de la respiración como si todos fumásemos sin cesar, aferrados a nuestros anhelos, evadiendo cada uno con la mirada perdida el destino que nos había unido, aquella mañana, en la estación de Sants de Barcelona. El destino. Un sorteo. El destino, perfilado en el nudo que sentía en el cuello, en la ropa prensada sobre mi espalda, en el vacío que se abría ante a mi, conjurado contra los recuerdos más cálidos y recientes: madre cocinando mi plato favorito; el deseo prendido en los ojos de Sara; el rumor de la cafetería universitaria; incluso el tembleque que sentí en el saco de dormir, la última excursión del fin de semana, apenas dos días atrás, dos días ya, dos días más por los que daría un pedacito de mi vida, de mi tiempo. Pero estábamos allí, en pie, una fila de espectros, blancos y desconocidos, con las manos enfundadas en los bolsillos y las solapas erguidas, compartiendo la misma expectación, el mismo desaliento, el mismo helor adherido a los huesos, amordazando las ideas y los sueños, con el gesto preso por la inseguridad, tan a pesar de nuestra juventud.
Le llamaban el borreguero. Tal vez porque en su día transportara a estos animales, tal vez porque siempre iba hasta los topes, o tal vez porque nos llevaba a una pila de muchachos, dóciles, a cumplir una obligación inexcusable, violenta. Era el año 1984 y la objeción todavía significaba la cárcel, una mancha, una seria dificultad para encontrar trabajo, para prosperar. San Fernando de Cádiz hubiera significado un bonito lugar que visitar, pero entonces daba miedo, daba miedo perder la libertad de movimiento, de expresión y de pensamiento, la incertidumbre de saber que en adelante todo sería encorsetado, de un color caqui vacío y arisco, como un grave interrogante. Camposoto podría haber revestido cierto grado de exotismo incluso deseable, sin embargo, sonaba como un anuncio de comida enlatada. Campoloco, le llamaríamos después, yo y los tres compañeros que coincidieron conmigo en el largo trayecto, en aquella cabina forrada de risas sordas y temblorosas, sin alma; de cuero sintético gastado en roces, con los asientos enfrentados para someterse en cada mirada, con el humo agrio de los cigarrillos, con el desafío de las irrupciones no deseadas, con la resignación de quien no vive su vida, sino el inicio de una confusión, de una gris cuenta atrás para recuperarla.
Y el borreguero arrancó, y con cada instantánea de paisaje se nos removía un recuerdo, nos afloraba en el corazón y entre las sienes, cada vez más deprisa, con vértigo, sin aliento para abarcarlos todos.
El borreguero nos alejó de nuestro pasado, de nuestra identidad, y nos unió para sobrellevarlo.

martes, 19 de abril de 2011

Fragmento de una biografía (II)

—Ei, bichos ¿adónde vais?
—A Cádiz.
—¿A Campo Loco? Pues que no os pase nada. ¿Tenéis un cigarrillo rubio?
—Sí, toma.
—Trae.
El veterano, rapado y con galones rojos, tomó el paquete entre las manos, se sirvió un cigarrillo y se guardó el resto.
—Mira, chaval, te voy a dar un consejo como pago. Más te vale que te pases al negro, o que no se te vea el paquete, de lo contrario te volará, ¿capichi? Por cierto, ¿de dónde sois?
—De Barcelona.
—¡Vaya, polacos! Pues allí os van a poner las pilas, se os van a quitar las ganas de ser separatistas. En Campo Loco les cortan las pelotas a los catalanes, y a ti te van a dejar más pelao que el culo de un mandril.
Les dedicó una mueca despectiva y el dedo corazón sobresaliendo de su puño y se alejó.
—Joder, vaya movida nos espera —suspiró Eduardo—. Mejor me paso al porro.
—Tenía que haberme hecho objetor —se lamentó el de la cabellera sobre los hombros —, y encima me llamo Arnau, que no tiene traducción al castellano, seguro que me cogen manía.
—No les hagáis caso —intervine—, será cuestión de no darles conversación.
—No, si el problema es que sean ellos quienes nos hagan caso a nosotros —concluyó Juan, ajustando la altura de sus lentes.
El episodio me llevó a pensar de nuevo en Sara, mi único baluarte, mi esperanza y la fuerza que me impulsaba para superar aquel trance de casi quince meses. Al poco, mis ensoñaciones se vieron de nuevo interrumpidas, otro soldado entró sin pedir permiso. 
—Hola, me llamo Miguel y estoy destinado en Cádiz, ¿vosotros vais al campamento, a Camposoto, verdad? —aguardó un segundo para obtener confirmación y prosiguió—. Pues vais a necesitar esto.
Miguel sacó un frasco de una pequeña mochila y se lo entregó a Arnau.
—Es pachuli, un perfume típico de Marruecos que atrae a las mujeres pero que además tiene un efecto cojonudo contra los piojos y las garrapatas, ya veréis, oled.
El frasco pasó de una nariz a otra; tenía un olor dulzón y penetrante.
—Bueno, hay que ponerse poco porque es muy intenso, tened en cuenta que está concentrado.
—¿Hay muchos piojos en el campamento? –—pregunté.
—Tú mismo, más de dos mil tíos durmiendo en barracones y con unas medidas higiénicas mínimas. Allí pillas hongos nada más llegar, pero esto aleja a los insectos una barbaridad, lo descubrieron los moros, que de estas cosas entienden un rato, y se hinchaban de venderlo a los reclutas, pero les hemos quitado el negocio, ellos que lo vendan en su tierra.
—¿Cuánto cuesta? —se interesó Eduardo.
—Cien pelas el frasco de cien mililitros, una ganga para los usos que tiene, y no te cuento como caen rendidas las moritas.
Compré dos frascos, como cada uno de mis acompañantes. Un total de ochocientas pesetas invertidas en conseguir un remedio probado contra las plagas de insectos, que todos creíamos campaban a sus anchas por aquellos andurriales. Horas después descubrimos que aquel infesto olor sólo ahuyentaba a los propios compañeros, pues resultó ser que si alguien osaba ponerse aquel elixir de mofeta, era poco menos que linchado a burlas por el resto de la Compañía.